La Cosmología: esa parte de la astronomía que me saca el aire

      

      ¿Cómo surgió el universo? ¿hubo un principio y tendrá un fin o ha estado y estará siempre ahí? Estas cuestiones tan profundas de las que trata la cosmología me producen desasosiego, una cosita en la barriga que hace que me falten palabras que me permitan describir esa sensación como me gustaría: una falta de aire, un suspiro mantenido, la certeza y la  conciencia de qué misterio tan absoluto implica la certeza de su existencia, de nuestra existencia en él. Particularmente no concibo la existencia de un creador, de un “relojero” que fuera capaz de diseñar y poner en marcha en sincronía tan complejos mecanismos durante el paso de los eones. Entiendo que la justificación de ese protagonista sería la más sencilla, la que solucionaría el problema tajantemente para permitir a este humilde primate centrar su atención en otras cosas. Sucede que esa explicación no ha dejado  tranquilas a muchísimas mentes que nos han precedido y que sobre esto han reflexionado a lo largo de la historia. Por suerte contamos con algunas de ellas muy brillantes que en las búsqueda de esas respuestas nos iluminan al resto que también nos las hacemos. Son como esos mecánicos capaces de destripar nuestro coche, de explicarnos cómo funciona algo para que nosotros, aun sin saber arreglarlo, seamos capaces de ver que funciona. No he de ver la combustión del combustible en los cilindros del motor de mi coche para ver que las ruedas comienzan a moverse al engranar un cambio y acelerar.
Esta sensación que describo la expresaba maravillosamente bien Carl Sagan, de nuevo nuestro venerado Sagan: “Nuestras contemplaciones más tibias del Cosmos nos conmueven: un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano, o la de caer desde lo alto. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios.” 
Como biólogo de formación, el símil de Océano Cósmico me parece muy adecuado, con sabia maestría nos explicaba Sagan que estamos en la orilla de este inmenso océano cósmico y que con todo el conocimiento  que de él poseemos, aún nos encontramos introduciendo los pies en su orilla. Nuestro escepticismo nos permite distinguir lo imaginario  de la realidad y con nuestra mejor herramienta para dilucidar, la ciencia, podemos poner a prueba nuestras especulaciones. 
Las dimensiones del Cosmos son tan grandes  que su abrumadora riqueza lo supera todo: hechos elegantes y exquisitas interrelaciones nos dejan boquiabiertos. Sucede que nuestro sentido común, nuestra experiencia cotidiana no vale para revelarnos las maravillas de este universo que nos son desveladas en profundidad por nuestras maravillas tecnológicas.  Gracias a ellas podemos observar desde la profundidad de los átomos al universo primitivo, echando una mirada atrás en el tiempo. Como consecuencia de todo ello hemos elaborado modelos que concuerdan con las observaciones  que realizamos. Cuando observo el cielo pienso y se me vienen a la cabeza cuestiones como “¿es esa la realidad?”, “¿por qué hay algo en lugar de no haber nada?”,  “¿es tan raro un bicho como yo en la inmensidad del cosmos o es algo relativamente frecuente en un universo tan grande?”.
Hace siglos, Newton demostró que ecuaciones matemáticas podían proporcionar una descripción asombrosamente precisa sobre cómo interaccionan los objetos en la tierra y en los cielos. Después llegó la física cuántica y su “incertidumbre”, los quarks, las dimensiones adicionales y sus múltiples realidades… haciendo que nos preguntarnos ¿cómo es que nos hallamos en este universo regido por estas leyes y no en otro? ¿son posibles otros universos?. Imposible no suspirar con este pensamiento, de la genialidad de Einstein tenemos que hacer uso una vez más, en sus palabras “Lo más incomprensible del universo es que sea comprensible”. 
A lo largo de la historia muchos pensadores  han creído que el universo ha existido siempre, evitando así la cuestión esencial de cuándo empezó a existir. Otros, sin embargo, pensaron en el momento inicial para situar ahí a su dios justificando además  su existencia. El hecho demostrado de que el tiempo se comporta como el espacio nos da una alternativa: el inicio del universo fue regido por leyes de la ciencia sin que haya necesidad de que haya sido puesto en marcha por un dios.
Las leyes de la naturaleza nos dicen cómo se comporta el universo pero no nos explican por qué. Es ahí donde volvemos al inicio, a la pérdida del aire, al escalofrío al observar el cielo pensando ¿por qué hay algo en vez de nada?. El hecho de que los seres humanos, meros conjuntos de partículas fundamentales de la naturaleza, seamos capaces de hacernos esas preguntas que nos han permitido a lo largo de estos últimos tres mil años aproximarnos tanto a una comprensión de las leyes que rigen al universo es un gran triunfo, pero es un triunfo pequeño en esta singularidad del mundo que habitamos, inmerso en este prodigioso y vasto vacío, frío y universal que es la pertetua noche del espacio interestelar.
Aquí a mi entender tenemos la justificación de la cosmología: la necesitamos cada vez más al ahondar en nuestro conocimiento porque al hacer éste más grande,  más poderosas son las cuestiones que hace que nos planteemos.   Toca ahora esperar a que anochezca,  asomarme a observar el cielo y dedicar unos hilos de aire a todos estos pensamientos frente a los miles de millones de estrellas, indiferentes a mi existencia,  que pueblan la inmensidad de éste, nuestro Océano Cósmico.

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